Barba Azul

Olvidemos la exégesis tradicional sobre Barba Azul: el torturador de niños de las crónicas de Gilles de Rais; el maltratador de mujeres de la teoría feminista; el ogro; el machista neurótico de la versión de Pina Bausch. Pensemos en Barba Azul como el representante de esta melancolía radical, de esta tristeza condenada a matar todo aliento vital que se le acerque. Y pensemos en Judit como la figura de una curiosidad letal, que es al amor lo que las luces crudas de la modernidad fueron a las penumbras sentimentales del Romanticismo: una especie de suicidio obligado.

Las coreógrafas, Meritxell Barberá e Inma García, reflexionan en esta pieza sobre la existencia, en cada alma, de una última habitación cerrada a cal y canto, un último y postremo reducto lleno de cadáveres. Ante esa puerta estamos, como el campesino de Kafka ante las puertas de la justicia, completamente, rematadamente, solos. Amarnos significará acompañarnos delante de esa puerta cerrada, de sus secretos vergonzosos, y no insistir en forzarla; acompañarnos en la linde del crimen interior que no confesaríamos ni siquiera a nosotros mismos, y no obligarnos a vaciar el lote; resistir la tentación destructiva de la omnisciencia, y fingir no saber que tras la puerta cerrada están los cadáveres de mil amores pasados.

Ningún amor supera esta específica prueba de la verdad, porque ningún amor es suficientemente heroico como para sobrevivir a la revelación del monstruo que, en el fondo, somos todos.